Encerrados
La profesora de
Candela nos telefoneó preocupada. Al día siguiente acudimos al colegio para
hablar con ella. Pasamos al aula mientras la niña nos esperaba en el patio. No
quería que estuviese delante. “Siéntense —parecía
un juicio oral—. Creo que
su hija está atravesando por una etapa crítica. ¿Ha ocurrido algo grave en su
familia?”. Mi marido y yo nos miramos desorientados. Entonces sacó las pruebas
concluyentes: los dibujos de Candela.
Yo no recordaba
nada de eso. Demasiados años. Fue Manuel quien me lo contó durante el desayuno.
Eran las diez de la mañana y acababa de llegar del trabajo. Llevábamos algo más
de dos días sin vernos. Le noté agotado pero, en lugar de irse a dormir, se
quitó la ropa, la echó a lavar y se dio una ducha rápida. Siempre que podemos
tomamos juntos el café. Ahora guardando las distancias.
Mientras me
hablaba, me detuve en sus labios. Pensé en el jugo de granada y me entraron ganas de mordisquearlos. Pero ni
siquiera nos rozamos ya. No es por inapetencia. Lo juro. Desde que comenzó todo
esto practicamos el ayuno carnal. Dio un sorbo al café y tosió. Así estuvo un rato
hasta que consiguió calmarse. Me fijé que se había puesto su braga de cuello. “¿Tienes
molestias en la garganta?”. “Sólo un poco”, contestó. Y, como quien se toma un
trozo de tostada, se llevó un paracetamol a la boca. “No es nada. La cabeza.
Será por el cansancio”. Y me lanzó un beso balsámico. ¡Cómo no me voy a
preocupar! Cada día aumentan los contagios y la tensión en su centro. Y tengo
la sensación de que los medios de comunicación pasan de largo. Cualquier
detalle me pone en guardia. No puedo saber si también está infectado porque no
hacen test a la plantilla. Le pregunto. Y me cuenta que ha hablado con el
director, aunque ha sido inútil. El coronavirus es un tema tabú. Al menos, desde
que pusieron su módulo en cuarentena, les dan guantes y mascarillas. Eso me
tranquiliza un poco. Antes, ni siquiera les facilitaban el gel desinfectante.
Volvemos a la profesora
de Candela. Ha sido él. No quiere que siga dándole vueltas a lo mismo. ¿Quién
era? ¿La de primero de párvulos? Manuel cree que sí. Y, de pronto, me vienen a
la memoria los dibujos. Siempre el mismo: un monigote detrás de rayas
verticales. “Miren —insiste
la señorita Natalia—,
ninguno de sus compañeros pinta así. Parecen barrotes”. Manuel y yo reímos a
carcajadas. Nuestra hija ha pintado a su papá. Orgullosa de su trabajo en la cárcel.
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