La fuga
Ahora
“¡Trata de
arrancarla!”, “¡trata de arrancarla, Carlos!”. Curioso, pero me echo a reir. A escasos metros nos espera la libertad. Y el
vocerío de Marcial me sitúa frente al televisor de mi casa unos veinte años
atrás. En la pantalla, el Mundial de Rallyes. Luis Moya grita a mi tocayo mientras
éste intenta que el coche avance. Pero la victoria se les diluye como una
pastilla efervescente a punto, ya, de alcanzar la meta. Aquí no va a suceder
igual. Piso con fuerza el acelerador y la furgoneta enfila hacia la salida de
la residencia.
Un mes antes
“Órdago”, vimos
las cartas y gané. El juego es así: se gana o se pierde. Pero Marcial parece no
entenderlo. Y no hay quien se lo meta en ese cerebro de champiñón. Alguien
subió el volumen de la tele y la discusión se apagó. Otra vez hablaban del
coronavirus. Más contagios, más muertes. Nos daba un poco igual. Nosotros
estábamos a salvo en la residencia. La partida, la siesta, la partida y el
baile de los viernes por la tarde. Siempre saco a Deysi cuando ponen pasodobles.
Me gusta cogerla de la cintura y bajar hasta su culo montañoso. Ella se ríe.
“Don Carlos”, me dice, alargando la “a” mientras me guiña un ojo. Es mi
cuidadora favorita. La mejor de todas. Cuando se jubile, que será pronto, le pediré
matrimonio.
Quince días antes
La señora Concha
murió ayer. Dicen que de neumonía. Sólo tenía ochenta años, tres más que yo. Y
con ella van once. No hay visitas, no hay cartas, no hay baile. Ni siquiera nos
dejan poner el televisor. También nos han requisado los móviles. Son normas
impuestas por la dirección del centro. Nadie entra. Nadie sale. He intentado
hablar con el gerente y siempre está ocupado. Vivimos en Alcatraz y él es su
puto guardián. Deysi y otras trabajadoras han decidido quedarse con nosotros,
noche y día, por nuestra seguridad. Ella se ha puesto al frente de todo.
Salimos de nuestras habitaciones por turnos para evitar el contacto. Ha
ordenado, también, que dejemos dos metros de distancia entre unos y otros. Y lo
cumplimos. Además, llevamos mascarillas
cosidas por su hija. Esas son nuestras armas. Hasta ahora no sabía que el miedo
olía a perro mojado. Y que podía colarse por la nariz, por la boca, por
cualquier orificio de nuestro cuerpo. Miedo y silencio. Anoche oí el rugido
de una sirena. Pensé que venían a rescatarnos. Pero la ambulancia pasó de
largo.
Una semana antes
No tengo fiebre,
me lo ha confirmado Deysi. Las trabajadoras nos toman la temperatura a
diario. Lo imaginaba. No recuerdo haberme puesto enfermo en mi vida. Siempre he
sido un hombre alto y robusto. Y no he cambiado. Marcial, aunque parezca un
espárrago triguero, también se encuentra bien. Me alegro. Ya somos pocos. Hace
días que nos ocultan el número de muertos. Y cada vez hay más internos con
síntomas. ¿Cuántos quedamos sanos? ¿Ocho? ¿Nueve? Por eso Deysi ha ideado un
plan. Le he dicho que sí. Como los demás.
Unos minutos antes
La casa está en
medio del campo. Su hija nos ha dejado todo lo necesario: ropa de cama,
toallas, comida… Y nos seguirá llevando provisiones hasta que esto acabe de una
vez. Deysi ha sustraído la llave de la furgoneta que el gerente custodia en su
despacho ¡Qué mujer! En la guantera ha dejado el mapa. Tenemos que marcharnos
hoy. Dice que el Gobierno, a partir de mañana, prohibirá todas las salidas. Son
casi las dos de la madrugada. Hora de partir. Somos ocho. Conduzco yo. El único
que ha trabajado cuarenta años como transportista. Deysi nos acompaña hasta la
puerta. Falta Luis. Ella agacha la cabeza. Silencio. Le pido que se venga con
nosotros. Pero me dice que no. Que es más útil aquí. Algún día me casaré con
ella. Lo sé. Agito una mano para despedirme. En realidad me gustaría besarla en
la boca. Pero eso ocurrirá cuando la vuelva a ver.
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