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Paternidad

Disparé una vez y otra y otra y otra. Eva, con sus labios de hinojo, seducía al teleobjetivo e impedía que mi dedo se apartara del botón. No sé cuántas fotos puede tomar: a ella sola, a los dos, sobre la arena, en el agua, en nuestro restaurante favorito junto al mar. Emanaba una luz etérea desde su rostro. Había ganado algo de peso como tanta gente durante el confinamiento. Aun así, estaba preciosa; más que nunca. Le llevé las fotos en papel. Mamá, desde la cama del hospital, se detenía en cada una para hacer un comentario agradable — quiere mucho a Eva — . La noté fatigada, pero deseaba conocer más detalles sobre nuestra semana en Cabo de Gata. “¿Y las mascarillas? ¿No hay que llevarlas en la playa?”. Tiene miedo a que me pueda contagiar como ella. Casi cuatro meses en la UCI, a punto de perder la vida. Y eso que todavía no ha cumplido los sesenta. Pensé que el virus sería más benigno con una mujer tan fuerte. He hablado con sus compañeros — mi madre es enfermera — y me han dicho

Me negarás tres veces

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La humedad de tus labios hizo crecer el musgo en mi piel. Pero se estaba secando. Por eso vine a buscarte a la ciudad. Tus hermanos y tus padres volvieron al cortijo después del verano. Tú no. Tú seguías en Estados Unidos, con la memoria llena de mí — así lo dijiste en tu despedida — . Me enteré por mi madre de tu regreso y conseguí acudir a tu fiesta sorpresa. Apareciste a la vez que la noche. En cuanto te sentí, me abalancé a la puerta. Tú, en cambio, ni siquiera te fijaste en mí. Entraste con esa rubia americana ansioso por presentarla a la familia. Volviste a ignorarme cuando te ofrecí algo de comer. Y otra vez al pasar junto a ti con las bebidas. Abandoné la bandeja en un rincón. Allí quedaron algunas copas llenas, la cofia que llevaba y mi inocencia. Al salir, oí cantar a un gallo. Y nadie me   lloró.

El náufrago

En un lugar infinito como el mar parecía imposible encontrar tierra firme. Agotado, siguió nadando para no perder la conciencia. Sus brazadas levantaban figuras de origami en la espuma blanca. Hasta que hizo pie. Una isla color canela acogió al náufrago. Se tumbó boca arriba y dio gracias a Dios. ¿A qué Dios? Él sólo creía en sí mismo. Y, como si la cólera divina le castigara por su soberbia, se formó un huracán. Cuando la mano dejó de agitar la cucharilla, el azúcar moreno ya se había disuelto. Pero el náufrago todavía estaba allí.

Alguien con quien hablar

Mi nueva vecina, la vieja del segundo, pasó junto a nosotras. Lucía me hizo una señal y nos echamos a reír. Se la veía ridícula con el bañador de lunares y su gorro de natación. Más que el atuendo, yo creo que lo chocante era la edad. Ella nos regaló su indiferencia y siguió caminando hacia el borde de la piscina. Se tiró al agua y comenzó a nadar a crol con un estilo impecable. Iba de una punta a otra sin parar. Juraría que yo nunca me he hecho tantos largos seguidos. Pasados unos días, mi madre me mandó que bajara a su casa. Se le había caído una camisa en su tendedero. Le dije que no. Todavía recordaba el asunto de la piscina. Pero me amenazó con contarle a mi padre lo del piercing. Según ella, resultaba horrendo en una señorita como yo. Me tenía tan harta que preferí obedecerla. El caso es que Tina, así es como se llama, me hizo pasar mientras ella iba a recoger la ropa. Me encontré en un salón de paredes blancas decoradas con cuadros de trazos inseguros. “¿Son de tus ni

Cantes de ida y vuelta

Se preguntó si todo habría terminado ahí fuera. No conseguía oír nada y su mala vista le impedía distinguir la posición de las agujas en la esfera de su reloj. ¿Cuánto tiempo llevaba esperando? Ahora se arrepentía de haber aceptado el homenaje. Sabía que lo había hecho por coquetería, por vestirse guapa, por pintarse, y por sentir de nuevo los aplausos del público. Pero no pensaba que la iban a dejar sola en el camerino hasta que le tocase salir al escenario. Es curioso; cuando era niña buscaba rincones vacíos; ahora, le daba terror la soledad. Empezó a identificar el rasgueo de una guitarra y recordó a su tío Pepe tocando en el patio. Todos en un corro haciendo palmas. Y ella reventándose por dentro, sin poder quedarse quieta. “Esta niña tiene duende”, le decían a sus padres, pero ellos preferían hacer oídos sordos. Después, por la noche, metida en la cama, buscaba ese compás que había sonado en la guitarra de su tío. Y no se dormía hasta que daba con él. La música llegó c

Encerrados

La profesora de Candela nos telefoneó preocupada. Al día siguiente acudimos al colegio para hablar con ella. Pasamos al aula mientras la niña nos esperaba en el patio. No quería que estuviese delante. “Siéntense   — parecía un juicio oral —. Creo que su hija está atravesando por una etapa crítica. ¿Ha ocurrido algo grave en su familia?”. Mi marido y yo nos miramos desorientados. Entonces sacó las pruebas concluyentes: los dibujos de Candela. Yo no recordaba nada de eso. Demasiados años. Fue Manuel quien me lo contó durante el desayuno. Eran las diez de la mañana y acababa de llegar del trabajo. Llevábamos algo más de dos días sin vernos. Le noté agotado pero, en lugar de irse a dormir, se quitó la ropa, la echó a lavar y se dio una ducha rápida. Siempre que podemos tomamos juntos el café. Ahora guardando las distancias. Mientras me hablaba, me detuve en sus labios. Pensé en el jugo de granada y me entraron ganas de mordisquearlos. Pero ni siquiera nos rozamos ya. No es por

La fuga

Ahora “¡Trata de arrancarla!”, “¡trata de arrancarla, Carlos!”. Curioso, pero me echo a reir.   A escasos metros nos espera la libertad. Y el vocerío de Marcial me sitúa frente al televisor de mi casa unos veinte años atrás. En la pantalla, el Mundial de Rallyes. Luis Moya grita a mi tocayo mientras éste intenta que el coche avance. Pero la victoria se les diluye como una pastilla efervescente a punto, ya, de alcanzar la meta. Aquí no va a suceder igual. Piso con fuerza el acelerador y la furgoneta enfila hacia la salida de la residencia. Un mes antes “Órdago”, vimos las cartas y gané. El juego es así: se gana o se pierde. Pero Marcial parece no entenderlo. Y no hay quien se lo meta en ese cerebro de champiñón. Alguien subió el volumen de la tele y la discusión se apagó. Otra vez hablaban del coronavirus. Más contagios, más muertes. Nos daba un poco igual. Nosotros estábamos a salvo en la residencia. La partida, la siesta, la partida y el baile de los viernes por la tarde

Circe se equivocó

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Qué vergüenza. Con esa pelusilla en el labio superior y lloriquear. Menos mal que su madre y sus hermanas creen que es valiente. “Volveré a rescataros”, les dijo. Como si fuera posible traer la lluvia a esas tierras desérticas. ¡Pero ha pasado tanto miedo hasta llegar a la costa! Y ahora, en alta mar, incluso es peor. Aunque venía prevenido por la hechicera de la aldea, no se esperaba esto. Ella le habló de cantos de sirenas y no de los ¡plof! que, a veces, escucha durante la noche. Son cuerpos que caen al agua. Siempre los más débiles. Por eso, cuando le vence el sueño, se amarra al bote. No se fía. Lo de las sirenas, piensa, sólo son cuentos. Hasta que un día, le despiertan sus voces. Las trae el viento desde muy lejos. Y son tan bellas que no se puede resistir. Como no consigue desatarse, pide ayuda a sus compañeros. Enseguida le quitan las cuerdas y lo arrojan por la borda. Nada guiado por la melodía. Nada sin parar. Exhausto. Hasta que distingue sus colas sobre la arena de u