Entradas

Mostrando entradas de 2021

Carcoma

A Julia, por ser la mayor, le tocó tener la cabeza muy bien amueblada. Construyeron para ella una mesa con madera de sensatez. En las patas de las sillas, tornearon sentido común. Y la lija eliminó cualquier fantasía de los estantes para que solo albergaran libros de Ingeniería. De esta manera papá se aseguraba la continuidad en la empresa familiar, tal y como dictaban sus normas. Y así hubiera ocurrido de no ser por las obras del metro, que obligaron a cambiar el itinerario hacia la Universidad. Mi hermana empezó a tomar un autobús en una plaza donde actuaba un malabarista callejero. Nadie se percató de los agujeros ni del serrín que fue dejando como señal. Pero antes de terminar el curso ya se había fugado con el saltimbanqui. Entonces mis padres lo intentaron conmigo. Imposible. No cabía ni una astilla en mi cabeza, siempre llena de pájaros.  

El estigma

Dejé de vivir el día en que nació mi hija. Pensé que de la náusea solo podría brotar un ser repulsivo, pero los desechos de mi vida sirvieron como abono para Nevenka. Ella me ha superado en todo. Y la misma tersura que irradia su cuerpo empacha mi mente de rencor. Porque su presencia golpea sin reposo las puertas de mi memoria. Hoy, que se casa con el hombre al que ama, he intentado limpiar mi corazón. Pero se ha resquebrajado entre mis manos al contemplar el vestido colgado de la lámpara del techo. Su cola de espuma marina, que cubre las baldosas del salón, me ha devuelto el aroma a salitre macerado en la piel de Ivan. Yo, y no ella, debería ser la novia que camina   hacia el altar. Después de nuestra boda habríamos tenido tantos hijos como planeábamos. Pero el fusil de aquel soldado serbio apagó su mirada diáfana antes de ver cómo me violaba. De nuevo surge una chispa de ira en mis ojos. Esta vez, antes de que estalle, logro apaciguarla con una sonrisa en cuanto me asomo a la ventana

La hija de las nubes

Sacó de su equipaje un reloj de arena. “Es para ti —me dijo—, para que dejes de preocuparte por el tiempo. Cuando el último grano llegue hasta abajo, dale la vuelta. Y nunca se acabará”. Eso fue lo que soñé la noche anterior a su llegada. La noche anterior a mi viaje soñé que la señora me daba un regalo de bienvenida. “Dentro de la caja hay una nube negra”, me dijo. Pensé que en cuanto volviera con los míos la dejaría en libertad, para que las gotas de lluvia resonasen con fuerza, igual que  un tambor, al caer sobre la piel del desierto. Verano del 96 Amelia Cuatro años seguidos sin vacaciones, enlazando un programa con otro, sin fines de semana, horas y horas encerrada en la redacción o viajando de hotel en hotel. Qué más da el nombre de cada destino. Es incapaz de diferenciarlos. Las imágenes de pueblos y ciudades se deslizan por sus pupilas, pero nada se asienta en el fondo de sus ojos. Y de pronto, dos meses sin trabajo en la televisión —así funcionan los contratos por obra—. Una m

Premolar

 Las almohadillas amortiguan sus pasos a lo largo del corredor. Nadie lo ve. Entra en la habitación de Antonio, que descansa ovillado a un lado de la cama. Extraña visita, piensa. En los otros dormitorios que frecuenta, la curiosidad se desparrama entre peluches y demás juguetes. Aquí todo es orden: el pantalón doblado sobre el respaldo de la silla, la camisa colgada en el armario, el diente bajo la almohada. Qué fácil encontrarlo  —hay niños descuidados que los extravían —. Agarra su botín con sigilo y se lo guarda en un saquito. A cambio, deja un recuerdo. El viejo tren de hojalata. Para que avive la memoria de Antonio, consumida por el tiempo.

Obsesión

Pasé toda la noche inquieta, sentada en el sofá. Pensando en las llamadas de aquella mujer —cada vez más frecuentes y a deshoras—. Aguardé a la luz del sol con la esperanza de que ocultara mis malos presagios. Pero el silencio de la mañana me trajo la verdad. Faltaban sus pasos, el chapoteo de la ducha sobre su piel y el aroma a café fuerte que estimulaba su imaginación. De pronto, me vi de pie. Era mi primera ocasión de actuar sin su voluntad. Entré en su cuarto. Solo encontré su manuscrito inacabado sobre la mesilla. Junto a él,  una carta con olor a violetas. La rabia sacudió mi cuerpo —me había hecho usar el mismo perfume—. Leí el papel sin remordimientos. Ella le suplicaba que abandonara su obsesión, que acabaría destruyéndolo. Y le prometía una vida serena y placentera a su lado. Entonces sonreí —sabía que iba a volver—. No era el desamor la causa de su marcha sino el miedo a la mediocridad. Y yo soy más fuerte. Él no podría dejar de escribir. Seguro que estaría ideando un bu

Los descubridores

Sir Andrew Timothy Spencer volvió a atusarse el bigote, seguro de su éxito. Como cazador perseverante, sabía que su pieza andaba cerca. Como explorador, confiaba en el valor de su descubrimiento. Sería sublime. Nombres como Livingstone o Stanley relegados tras semejante hallazgo. Y él en el Olimpo. En las páginas de la Enciclopedia Británica. Mientras tanto, ella seguía moviendo los brazos para llamar su atención. Tres metros de distancia entre ambos. Hasta que la vio. La mujer más pequeña del mundo —una nueva especie, tal y como suponía—. Y la encañonó con su escopeta. Por precaución. Ella le sonrió. Diminuta, ínfima, con un simple collar de abalorios en su cuerpo desnudo. Sir Andrew bajó el arma. La consideró inofensiva. Primero, por ser mujer. Segundo, por su tamaño. Todo implicaba falta de inteligencia. Ella permaneció de pie, frente a él. Sin dudar, ni un instante, en cuál sería la reacción del individuo. Desde que lo descubrió cazando por placer en la selva, se había dedicado a

La elegida

¡Mamochka!, grita la niña desde su habitación. Lena, su madre, la encuentra apoyada sobre los cojines de la cama. Con las pupilas ardientes. Ha tenido un sueño maravilloso. Su nombre aparecía en la portada del Pravda. Valentina y Gaviota. Aunque no ha conseguido leer nada más, sabe que será famosa cuando crezca. Que conducirá una nave espacial. Su madre intenta sonreír: “Valya duerme, que aún es temprano”. Pero unas motas de tristeza salpican el verde de sus ojos. —Valentina solo tiene ocho años. Aún faltan otros veinte para la proeza de Gagarin—. ¿Astronauta? ¿Y mujer? Imposible, se lamenta Lena. Regresar de la dacha significa volver a la rutina. En la casa de Moscú aguarda el piano de cola. Lena recibe a la nueva profesora de su hija. La mujer, alta y delgada, la sigue decidida hasta el salón principal. Valentina ignora a la recién llegada y mira hacia la calle a través de la ventana. Lena las deja a solas. “Ya lo han intentado otras antes que usted”, dice la adolescente con la int

La buena conciencia

  Serviste el segundo cucharón de crema de zanahorias. Frente a nosotros, la tele comenzó a disparar las noticias del mediodía. Me quedé mirándola mientras el humo serpenteaba plato arriba. Una criatura, al otro lado de la pantalla, sujetaba una mano adulta brotada entre los escombros. Cuerpos mutilados bajo amasijos de hierro y cemento. Se me encogió el corazón y tuve que levantarme de la mesa. Fuiste conmigo al cuarto de la colada, lo colocaste sobre la tabla y pasaste la plancha sobre él hasta estirarlo. Cuando volvimos al comedor, la crema ya no quemaba.

Fragmento de las memorias de mi padre

  Señorita Tere, no me importa que sea coja ni que tenga esos cráteres de luna llena en la cara. Algún día creceré y me casaré con usted. Si quiere, puede ponerse el vestido de novia que dicen que tiene guardado desde que la plantaron en el altar. Firmado: Martín. ---------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------- 1. Prólogo Yo tenía siete años, aunque aparentaba menos edad. Mi cerebro crecía más rápido que el resto de mi cuerpo. Ella era la persona más dulce que había conocido en mi complicada vida. La infancia solo resulta hermosa cuando puedes comer más de una vez al día. 2. Miguel Strogoff La llamaban “la Coja” porque arrastraba la pierna derecha al caminar — un recuerdo perenne de la polio — . La señorita Tere no tuvo muy buena salud cuando niña. Decían que era fea porque su cara también mostraba la memoria de una varicela voraz. Pero yo jamás había visto una mirada tan limpia como la suya. Tampo

La decepción

No habría función de Navidad. Algunos niños protestaron, pero yo me sentí feliz con la noticia. A veces sueño que repito como uva de la suerte. ¡Menuda pesadilla! Quizás a otros les dé igual hacer de abeto o de paquete de regalo. A mí no. Yo quiero un papel de verdad. Por eso me pareció un buen comienzo de vacaciones. Hasta que la profe empezó a hablar de las ocupaciones de nuestros padres, como si fuera un asunto importante. Quería saber cuántos trabajaban en hospitales o cuidando a ancianos. Y levantaron un montón de brazos. Parecían porteros parando balones que llegan por arriba. Entonces dijo: “Tenéis que estar orgullosos de ellos. Son profesiones encomiables”. Encomiables, menuda palabreja se buscó. Vi que mi amigo Pablo también agitaba la mano desde el grupo de los “encomiables”. Su madre es cocinera en la residencia de ancianos que está justo en la esquina. Yo me animé y dije todo lo alto que pude que mi mamá también era cocinera, solo que habían cerrado el bar donde trabajaba p