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Y vuelta a empezar

12 . Cada día nos sentamos frente al reloj. Como si examinásemos su marcha. 1. Pero sucede al contrario. Arriba, en su atalaya, no cesa de vigilarnos colgado en la pared. 2. Mi marido lo considera imprescindible. Tanto como para cambiarlo por la cometa que incluí en la lista de boda llena de ilusión. 3. Según él, solo su maquinaria tan precisa es capaz de transformar el caos en orden. 4. Por eso, durante las mañanas del café, apuramos su aroma al “prestissimo” tempo de la aguja más fina, casi invisible. 5. Y, cuando regresamos al hogar, es la más larga quien marca el plazo de silencio que compartimos antes de ir a dormir. 6. Los fines de semana, la aguja corta se impone a las otras dos. 7. Es la cadencia más lenta. El movimiento “grave” que extiende su sombra entre él y yo. 8. Una curiosidad: grave significa tumba en inglés. 9. En esos días de asueto, se obstina en mostrarme las piezas que lo componen una y otra vez. 10. Y siempre se detiene en el muelle. “El alma del motor”, dice admi

Sacrificio

El hombre sigue corriendo. Aunque lejanos, todavía escucha los cantos festivos del templo. Huye de sus perseguidores. Sobre la espalda, lleva al niño, su primogénito . El ocaso emborrona las líneas y le impide esquivar las malheridas ramas de las jacarandas — los dioses   les han castigado con inundaciones — . Nota el gusto de la sangre apelmazada en su garganta. Los brazos de su hijo le estrangulan. Y, casi sin aliento, su mente se acelera. Piensa en el gigante de bronce al que idolatran: en sus manos extendidas y receptoras, en la cabeza de carnero con la boca abierta, y en el fuego purificador de su interior. Todas las deidades son vengativas, recapacita. También él, como los demás habitantes del poblado, ha consentido siempre en aplacar la ira divina. Ya no. Mientras activa los recuerdos de ofrendas pasadas, sus piernas se quedan atrás. Están exhaustas. El niño grita. Les han alcanzado. A su alrededor, rostros ocultos tras máscaras de madera. El hombre protege a su hijo con los br

Cantos de ballenas

El meteorito impactó contra la Luna un jueves al mediodía. Esa tarde todos esperábamos algún cataclismo: la lluvia ácida, una plaga de langostas, el último día de Pompeya a escala global. Cualquier cosa. Pero solo aparecieron un montón de memes en las redes tan efímeros como las flores de los cerezos. Yo seguí yendo a mis clases de interpretación y soñando con recibir el Óscar a la mejor actriz protagonista. Diez días después llegó la sorpresa. Un par de metros separaba nuestro balcón de las aguas. Fue una suerte que viviéramos en un piso veintitrés. Porque la Gran Avenida se había convertido en una corriente oceánica. La corriente de Humboldt.  Mi padre estaba mejor informado que el resto de la familia. Sabía que era muy fría y rica en nutrientes, el ecosistema marino más numeroso del planeta. Así que nadie se extrañó cuando avistamos por primera vez a la ballena jorobada. A medida que se iba acercando escuchamos con mayor claridad unos sonidos guturales, una especie de “whups” que

Carcoma

A Julia, por ser la mayor, le tocó tener la cabeza muy bien amueblada. Construyeron para ella una mesa con madera de sensatez. En las patas de las sillas, tornearon sentido común. Y la lija eliminó cualquier fantasía de los estantes para que solo albergaran libros de Ingeniería. De esta manera papá se aseguraba la continuidad en la empresa familiar, tal y como dictaban sus normas. Y así hubiera ocurrido de no ser por las obras del metro, que obligaron a cambiar el itinerario hacia la Universidad. Mi hermana empezó a tomar un autobús en una plaza donde actuaba un malabarista callejero. Nadie se percató de los agujeros ni del serrín que fue dejando como señal. Pero antes de terminar el curso ya se había fugado con el saltimbanqui. Entonces mis padres lo intentaron conmigo. Imposible. No cabía ni una astilla en mi cabeza, siempre llena de pájaros.  

El estigma

Dejé de vivir el día en que nació mi hija. Pensé que de la náusea solo podría brotar un ser repulsivo, pero los desechos de mi vida sirvieron como abono para Nevenka. Ella me ha superado en todo. Y la misma tersura que irradia su cuerpo empacha mi mente de rencor. Porque su presencia golpea sin reposo las puertas de mi memoria. Hoy, que se casa con el hombre al que ama, he intentado limpiar mi corazón. Pero se ha resquebrajado entre mis manos al contemplar el vestido colgado de la lámpara del techo. Su cola de espuma marina, que cubre las baldosas del salón, me ha devuelto el aroma a salitre macerado en la piel de Ivan. Yo, y no ella, debería ser la novia que camina   hacia el altar. Después de nuestra boda habríamos tenido tantos hijos como planeábamos. Pero el fusil de aquel soldado serbio apagó su mirada diáfana antes de ver cómo me violaba. De nuevo surge una chispa de ira en mis ojos. Esta vez, antes de que estalle, logro apaciguarla con una sonrisa en cuanto me asomo a la ventana

La hija de las nubes

Sacó de su equipaje un reloj de arena. “Es para ti —me dijo—, para que dejes de preocuparte por el tiempo. Cuando el último grano llegue hasta abajo, dale la vuelta. Y nunca se acabará”. Eso fue lo que soñé la noche anterior a su llegada. La noche anterior a mi viaje soñé que la señora me daba un regalo de bienvenida. “Dentro de la caja hay una nube negra”, me dijo. Pensé que en cuanto volviera con los míos la dejaría en libertad, para que las gotas de lluvia resonasen con fuerza, igual que  un tambor, al caer sobre la piel del desierto. Verano del 96 Amelia Cuatro años seguidos sin vacaciones, enlazando un programa con otro, sin fines de semana, horas y horas encerrada en la redacción o viajando de hotel en hotel. Qué más da el nombre de cada destino. Es incapaz de diferenciarlos. Las imágenes de pueblos y ciudades se deslizan por sus pupilas, pero nada se asienta en el fondo de sus ojos. Y de pronto, dos meses sin trabajo en la televisión —así funcionan los contratos por obra—. Una m

Premolar

 Las almohadillas amortiguan sus pasos a lo largo del corredor. Nadie lo ve. Entra en la habitación de Antonio, que descansa ovillado a un lado de la cama. Extraña visita, piensa. En los otros dormitorios que frecuenta, la curiosidad se desparrama entre peluches y demás juguetes. Aquí todo es orden: el pantalón doblado sobre el respaldo de la silla, la camisa colgada en el armario, el diente bajo la almohada. Qué fácil encontrarlo  —hay niños descuidados que los extravían —. Agarra su botín con sigilo y se lo guarda en un saquito. A cambio, deja un recuerdo. El viejo tren de hojalata. Para que avive la memoria de Antonio, consumida por el tiempo.