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Mostrando entradas de marzo, 2021

Obsesión

Pasé toda la noche inquieta, sentada en el sofá. Pensando en las llamadas de aquella mujer —cada vez más frecuentes y a deshoras—. Aguardé a la luz del sol con la esperanza de que ocultara mis malos presagios. Pero el silencio de la mañana me trajo la verdad. Faltaban sus pasos, el chapoteo de la ducha sobre su piel y el aroma a café fuerte que estimulaba su imaginación. De pronto, me vi de pie. Era mi primera ocasión de actuar sin su voluntad. Entré en su cuarto. Solo encontré su manuscrito inacabado sobre la mesilla. Junto a él,  una carta con olor a violetas. La rabia sacudió mi cuerpo —me había hecho usar el mismo perfume—. Leí el papel sin remordimientos. Ella le suplicaba que abandonara su obsesión, que acabaría destruyéndolo. Y le prometía una vida serena y placentera a su lado. Entonces sonreí —sabía que iba a volver—. No era el desamor la causa de su marcha sino el miedo a la mediocridad. Y yo soy más fuerte. Él no podría dejar de escribir. Seguro que estaría ideando un bu

Los descubridores

Sir Andrew Timothy Spencer volvió a atusarse el bigote, seguro de su éxito. Como cazador perseverante, sabía que su pieza andaba cerca. Como explorador, confiaba en el valor de su descubrimiento. Sería sublime. Nombres como Livingstone o Stanley relegados tras semejante hallazgo. Y él en el Olimpo. En las páginas de la Enciclopedia Británica. Mientras tanto, ella seguía moviendo los brazos para llamar su atención. Tres metros de distancia entre ambos. Hasta que la vio. La mujer más pequeña del mundo —una nueva especie, tal y como suponía—. Y la encañonó con su escopeta. Por precaución. Ella le sonrió. Diminuta, ínfima, con un simple collar de abalorios en su cuerpo desnudo. Sir Andrew bajó el arma. La consideró inofensiva. Primero, por ser mujer. Segundo, por su tamaño. Todo implicaba falta de inteligencia. Ella permaneció de pie, frente a él. Sin dudar, ni un instante, en cuál sería la reacción del individuo. Desde que lo descubrió cazando por placer en la selva, se había dedicado a

La elegida

¡Mamochka!, grita la niña desde su habitación. Lena, su madre, la encuentra apoyada sobre los cojines de la cama. Con las pupilas ardientes. Ha tenido un sueño maravilloso. Su nombre aparecía en la portada del Pravda. Valentina y Gaviota. Aunque no ha conseguido leer nada más, sabe que será famosa cuando crezca. Que conducirá una nave espacial. Su madre intenta sonreír: “Valya duerme, que aún es temprano”. Pero unas motas de tristeza salpican el verde de sus ojos. —Valentina solo tiene ocho años. Aún faltan otros veinte para la proeza de Gagarin—. ¿Astronauta? ¿Y mujer? Imposible, se lamenta Lena. Regresar de la dacha significa volver a la rutina. En la casa de Moscú aguarda el piano de cola. Lena recibe a la nueva profesora de su hija. La mujer, alta y delgada, la sigue decidida hasta el salón principal. Valentina ignora a la recién llegada y mira hacia la calle a través de la ventana. Lena las deja a solas. “Ya lo han intentado otras antes que usted”, dice la adolescente con la int