Cantos de ballenas
El
meteorito impactó contra la Luna un jueves al mediodía. Esa tarde todos
esperábamos algún cataclismo: la lluvia ácida, una plaga de langostas, el
último día de Pompeya a escala global. Cualquier cosa. Pero solo aparecieron un
montón de memes en las redes tan efímeros como las flores de los cerezos. Yo
seguí yendo a mis clases de interpretación y soñando con recibir el Óscar a la
mejor actriz protagonista. Diez días después llegó la sorpresa. Un par de
metros separaba nuestro balcón de las aguas. Fue una suerte que viviéramos en
un piso veintitrés. Porque la Gran Avenida se había convertido en una corriente
oceánica. La corriente de Humboldt.
Mi
padre estaba mejor informado que el resto de la familia. Sabía que era muy fría
y rica en nutrientes, el ecosistema marino más numeroso del planeta. Así que
nadie se extrañó cuando avistamos por primera vez a la ballena jorobada. A
medida que se iba acercando escuchamos con mayor claridad unos sonidos guturales,
una especie de “whups” que repetía una y otra vez. No tardamos en descubrir que llamaba a su cría.
La
idea fue de mi hermana pequeña. Compramos un cargamento de gomas de borrar de
nata—me
fascina su olor— y las redujimos a polvo. Con
él cubrimos las losetas del balcón y bautizamos el enclave con el nombre de
Ogasawuara, unas islas paradisiacas de Japón. Y así nos sentíamos: en la gloria.
No por el regalo del mar en una ciudad interior, sino por nuestra amistad —cada
vez más profunda— con Quenzo y Aruba. Así
habíamos acordado entre las dos llamar al ballenato y a su madre.
Nuestros
padres nos sermonearon en cuanto se enteraron. “¿Cómo se os ocurre ponerles un
nombre? Pronto se marcharán”. Nosotras no opinábamos lo mismo. Era la primera
vez que teníamos mascotas, siempre prohibidas por la falta de espacio, y
estábamos dispuestas a persuadir a la pareja para que se quedara. Quenzo era
nuestro preferido, quizá porque pasaba más tiempo que su madre en la superficie.
Guardábamos para él pececitos de colores en los bolsillos, que le ofrecíamos como
si fueran golosinas.
Pero
mis padres tenían razón. La presencia inoportuna de una amalgama musical
precipitó la despedida. Era una composición extraña formada por diferentes
sonidos. Yo creí distinguir el ulular de un búho seguido por una berrea de ciervos.
Todo en una sola pieza. En realidad, era el canto de una ballena jorobada
macho. Un canto incesante que se prolongó durante varias horas. La primera en
acudir a su reclamo fue Aruba. Incluso antes de que la figura del cetáceo se
adivinara en lontananza. Después lo hizo Quenzo. Al saltar por encima de
nuestras cabezas, nos quedamos extasiadas contemplando la
combustión de su mirada. Era un deseo vehemente alojado en sus pupilas; la
necesidad de seguir viajando en busca de su destino.
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