Paternidad

Disparé una vez y otra y otra y otra. Eva, con sus labios de hinojo, seducía al teleobjetivo e impedía que mi dedo se apartara del botón. No sé cuántas fotos puede tomar: a ella sola, a los dos, sobre la arena, en el agua, en nuestro restaurante favorito junto al mar. Emanaba una luz etérea desde su rostro. Había ganado algo de peso como tanta gente durante el confinamiento. Aun así, estaba preciosa; más que nunca.

Le llevé las fotos en papel. Mamá, desde la cama del hospital, se detenía en cada una para hacer un comentario agradable quiere mucho a Eva. La noté fatigada, pero deseaba conocer más detalles sobre nuestra semana en Cabo de Gata. “¿Y las mascarillas? ¿No hay que llevarlas en la playa?”. Tiene miedo a que me pueda contagiar como ella. Casi cuatro meses en la UCI, a punto de perder la vida. Y eso que todavía no ha cumplido los sesenta. Pensé que el virus sería más benigno con una mujer tan fuerte. He hablado con sus compañeros mi madre es enfermera y me han dicho que lo más importante es que no se preocupe por nada, que evite cualquier sobresalto hasta que se recupere. Y en eso estoy. Me había pedido que fuera a descansar con Eva a nuestro rincón especial. Allí nos conocimos cuando teníamos veinte años, llegamos por separado y regresamos juntos. “Hijo, necesitáis unas vacaciones”. Así que tuve que aprovechar mi única oportunidad.

Mira me muestra una foto de los dos, siempre lo he dicho. Hay que ver lo que te pareces a tu tío Pedro. El mismo cuerpo.

El tío Pedro es su hermano pequeño, se llevan quince años. A mamá le encanta presumir de él. Utiliza cualquier excusa para hablar de su trabajo en la revista de viajes. Aunque no soporta que viva como un nómada, lejos de nosotros. Estas Navidades, sin embargo, las disfrutó en familia. Fue él quien me regaló el teleobjetivo. Fue él quien me inculcó desde pequeño el amor por la fotografía. Lástima que no sea el único que compartimos.

¿Dónde alquilasteis el apartamento?, ¿en San José? pregunta mamá.

Muevo la cabeza de abajo arriba. Estoy cansado de este juego y cada vez me cuesta más continuarlo. Ahora, al menos, he mentido a medias. Eva sí. Eva estuvo en San José. Para un espectro invisible como yo era mejor El Pozo de los Frailes, a un par de kilómetros de precavida distancia.

De pronto, mamá se echa a llorar. Me dice que es por papá, porque hoy se sentiría muy feliz. Y vuelve a recordarme por enésima vez en mi vida que si no hubiera muerto tan joven habrían tenido cinco hijos.

 Treinta y dos años, una edad estupenda para Eva. ¿De cuánto está? ¿Tres, cuatro meses? Hijo, ¿pensabas que no me iba a dar cuenta?

Por primera vez advierto sus pechos generosos en la fotografía. Él le acaricia el vientre abultado mientras mi cara sonríe hueca desde el papel. Qué fácil es trucar una imagen. Demasiado sencillo reemplazar su cara por la mía. Pero mi gesto no es el de un hombre rebosante de ilusión. Seguro que mi réflex captó otra mirada en él. Seguro que el tío Pedro, en ese instante, tenía los ojos llenos de futuro.


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