La elegida
¡Mamochka!, grita la
niña desde su habitación. Lena, su madre, la encuentra apoyada sobre los
cojines de la cama. Con las pupilas ardientes. Ha tenido un sueño maravilloso.
Su nombre aparecía en la portada del Pravda. Valentina y Gaviota. Aunque no ha
conseguido leer nada más, sabe que será famosa cuando crezca. Que conducirá una
nave espacial. Su madre intenta sonreír: “Valya duerme, que aún es temprano”. Pero
unas motas de tristeza salpican el verde de sus ojos. —Valentina solo tiene ocho
años. Aún faltan otros veinte para la proeza de Gagarin—. ¿Astronauta? ¿Y
mujer? Imposible, se lamenta Lena.
Regresar de la dacha
significa volver a la rutina. En la casa de Moscú aguarda el piano de cola.
Lena recibe a la nueva profesora de su hija. La mujer, alta y delgada, la sigue
decidida hasta el salón principal. Valentina ignora a la recién llegada y mira
hacia la calle a través de la ventana. Lena las deja a solas. “Ya lo han intentado
otras antes que usted”, dice la adolescente con la intención de noquearla en el
primer asalto. Pero la profesora se sienta al piano y comienza a tocar el
concierto número uno de Tchaikovsky. La sobriedad de Valentina contrasta con la
elegancia del salón, con los movimientos delicados de la pianista. Valentina se
acerca y descarga su puño sobre las teclas. No está dispuesta a ceder. No
quiere que los demás decidan por ella. Y la música no aparece entre sus planes.
Ella desea sentir la libertad que arrastra el viento. Quiere aprender a volar. El
padre se niega. Lena la defiende. Saltar en paracaídas se convierte en su
primera victoria.
A Valentina le parece atractivo
ese joven moreno que se sienta en la segunda fila. Hace preguntas inteligentes,
piensa. Ella también. Los dos son alumnos del Instituto de Aviación de Moscú
—de los más brillantes—. Ambos comparten el mismo anhelo: ser astronautas. Él no
duda de su éxito. Ella tampoco. Además, Valentina tiene otra certeza. Que Yuri
—su compañero— será su marido. Un año antes de terminar los estudios se casan. Él
la llama Valya —su salvaje Valya—. Solo hay dos personas a las que Valentina les
permite utilizar ese diminutivo: su madre y Yuri.
Lena abraza a su hija:
“Ve tranquila, Yuri y yo cuidaremos de los niños”. Valentina confía en su
madre, confía en su marido. Y, sobre todo, confía en sí misma. A Yuri, le
gustaría estar a solas para despedirse. Volver a besarla, recorrer el cuerpo de
su salvaje Valya, pero ya no hay tiempo. En la base aérea, hay otras dos jóvenes
seleccionadas. Solo una de las tres orbitará en el espacio. Será la primera
mujer de la historia. Valentina examina a sus compañeras con detenimiento. Irina Solovyiova
parece tímida y poco sociable. La otra —la que comparte su nombre—, es una chica
humilde, amable y fiel al partido hasta morir. Pero ninguna se encuentra a su
altura. Ella destaca en todo: en las pruebas físicas y en las teóricas. Sus
habilidades superan, incluso, a las de sus camaradas masculinos. Se siente ya
tan cerca de lograrlo. Valentina enciende un cigarrillo mientras recuerda el
sueño que tuvo de niña. Las volutas de humo ascienden hacia el techo. Sabe que
la observan. No debería fumar. A sus superiores no les gusta esa actitud en una
mujer —si fuese un hombre sería diferente—. También desaprueban que alce la voz.
La quieren sumisa, sin ideas propias. Valentina sonríe retadora. Eso jamás,
piensa.
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