Los descubridores
Sir
Andrew Timothy Spencer volvió a atusarse el bigote, seguro de su éxito. Como
cazador perseverante, sabía que su pieza andaba cerca. Como explorador, confiaba en el valor de su descubrimiento. Sería sublime. Nombres como Livingstone
o Stanley relegados tras semejante hallazgo. Y él en el Olimpo. En las páginas
de la Enciclopedia Británica. Mientras tanto, ella seguía moviendo los brazos
para llamar su atención. Tres metros de distancia entre ambos. Hasta que la
vio. La mujer más pequeña del mundo —una nueva especie, tal y como suponía—. Y
la encañonó con su escopeta. Por precaución. Ella le sonrió. Diminuta, ínfima, con
un simple collar de abalorios en su cuerpo desnudo. Sir Andrew bajó el arma. La
consideró inofensiva. Primero, por ser mujer. Segundo, por su tamaño. Todo
implicaba falta de inteligencia.
Ella
permaneció de pie, frente a él. Sin dudar, ni un instante, en cuál sería la
reacción del individuo. Desde que lo descubrió cazando por placer en la selva,
se había dedicado a estudiar cada uno de sus gestos —cada movimiento de ese
ejemplar desconocido—. Quince días ya. El tiempo necesario para dejarle las pistas
que le condujeron hasta allí —lejos del poblado—. Fue fácil. Porque no solo era
peligroso, también estúpido. Un tipo engreído, narcisista y violento.
Avanzó
despacio hacia ella. Sin escopeta. Para darle confianza. Sir Andrew pensó que,
además de la fama, esa muñequita le aportaría mucho dinero. Ella y el resto de
su tribu. En Inglaterra pagarían una buena cantidad por poseerlos. Juguetes de
carne y hueso; mascotas complacientes con sus amos. Siguió caminando. Hacia la
mujer que lo había descubierto. Hacia la mejor cazadora del clan. Hacia la
enorme trampa cavada en el suelo.
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