Obsesión

Pasé toda la noche inquieta, sentada en el sofá. Pensando en las llamadas de aquella mujer —cada vez más frecuentes y a deshoras—. Aguardé a la luz del sol con la esperanza de que ocultara mis malos presagios. Pero el silencio de la mañana me trajo la verdad. Faltaban sus pasos, el chapoteo de la ducha sobre su piel y el aroma a café fuerte que estimulaba su imaginación.

De pronto, me vi de pie. Era mi primera ocasión de actuar sin su voluntad. Entré en su cuarto. Solo encontré su manuscrito inacabado sobre la mesilla. Junto a él,  una carta con olor a violetas. La rabia sacudió mi cuerpo —me había hecho usar el mismo perfume—. Leí el papel sin remordimientos. Ella le suplicaba que abandonara su obsesión, que acabaría destruyéndolo. Y le prometía una vida serena y placentera a su lado.

Entonces sonreí —sabía que iba a volver—. No era el desamor la causa de su marcha sino el miedo a la mediocridad. Y yo soy más fuerte. Él no podría dejar de escribir. Seguro que estaría ideando un buen conflicto para hacer avanzar la historia. No iba a tenerme siempre sentada en un sofá. Mientras tanto, fui a hacer café.


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