En familia
Después de la cena, los cinco niños se pusieron
a jugar al pilla pilla. Corrían, saltaban, se empujaban. Hasta que uno de ellos
cayó sobre el árbol de Navidad y la bolita roja con purpurina dorada se
desprendió. En un santiamén, estaba hecha pedazos. La abuela Martina llegó con
la escoba, recogió los restos esparcidos por el suelo y colocó el espumillón
para tapar el hueco. “Ni se nota”, dijo sonriente. En ese instante, el reloj de
pared comenzó a sonar y se detuvo en la décima campanada. “Hora de
dormir”, avisó el abuelo Julián. Ellos protestaron. Era muy temprano y no
tenían sueño. Pero sabían que los Reyes Magos no vendrían si seguían
despiertos. La abuela Martina les acompañó a la planta de arriba donde habían
instalado sus camas. Les contó un cuento y no se marchó hasta asegurarse de que
todos estaban dormidos. Por fin, había llegado el momento. El anciano sujetó
con ternura las manos de su mujer y las besó. Se sentían nerviosos. Nerviosos y
felices. Sacaron de sus escondites los paquetes envueltos con papel charol. Los zapatos de los niños ya estaban bajo el árbol. Entonces, llamaron
a la puerta. Ellos, metidos en sus quehaceres, no se percataron. Pero los
timbrazos no paraban. Fue Julián el que primero los escuchó. Dio un respingo y se
dirigió hacia la entrada tan aprisa como le permitían sus piernas. No
necesitaba abrir para saber quién aparecería al otro lado. Pensó que vendrían
varios, pero sólo era uno. Le acompañó al salón. Su mujer estaba terminando de
llenar con licor las tres copitas de Sus Majestades. Al ver al recién llegado le
ofreció una bandeja con dulces caseros. El policía chasqueó la lengua.
— ¿Dónde están los niños? — Fue su saludo. Áspero y directo.
—Arriba. Durmiendo hasta que lleguen los
Reyes —respondió
Martina.
—Vaya par de viejos estúpidos. ¿Son
conscientes de lo que han hecho? Se han metido en un buen lío.
— ¿Cómo podíamos dejarles allí? —intervino Julián—. ¿No le han contado que solo quedaban
ellos? A los demás, habían venido a buscarles sus padres.
—Claro, por eso decidieron secuestrarlos.
Venga, suban ahora mismo a por los críos. Se vienen conmigo.
Antes de pisar las escaleras, se
presentaron otros tres policías en el salón. Traían nuevas instrucciones.
Primera: que su compañero abandonara la casa de inmediato —una ráfaga de viento lo sacó por la
ventana—. Segunda:
que los niños regresaran con el abuelo Julián dentro de un par de días. Cuando
ya estuvieran de vuelta sus amigos. Y de paso, —le dijeron— podría arreglar varios enchufes averiados. El anciano era el chapuzas del centro. Trabajaba para el
internado gratuitamente desde hacía algún tiempo. Así que no le extrañó la
sugerencia de los policías. Lo que sí le mantenía confuso era esa sensación de proximidad. Como si hubiera algo familiar en aquellos tipos. Se rascó la oreja pensativo:
¿No guardaban cierto parecido con los dos bedeles y el cocinero colombiano del
colegio? ¿O quizás…? Pero sus dudas desaparecieron en cuanto
los tres tomaron el licor reservado para ellos.
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