La decepción
En la mesilla de mi dormitorio seguía la carta. Tenía que haberla echado mi hermano al buzón camino del instituto, pero últimamente está zombi. Solo piensa en la cursi de Marina, la vecina del sexto. Por primera vez, me alegré de tener un hermano imbécil. La saqué del sobre y volví a hacer otro tachón. Ya iban tres. Primero pedí el traje de pirata, después el perro ladrador y, por último, el patinete. Me lo habían dicho muy clarito: “Este año, Papá Noel solo puede traer un regalo”. Con lo del virus, le habían fallado muchos asistentes. Pensé en mamá y en tanta gente que se ha quedado sin trabajo como ella. ¿Por qué no la contrataron? Yo habría dicho en el cole: “Mi mamá es ayudante de Papá Noel”. No creo que haya una profesión más encomiable. Y eso fue lo que le pedí. Saqué el lápiz de mi estuche. Y con la lengua de fuera, escribí muy despacio para no equivocarme: “Quiero que mis padres tengan trabajos encomiables”.
Me dijo que enviase un email —¿un email a Papá Noel? Solo se le puede ocurrir a mi hermano—, que ya nadie mandaba cartas, que eso era tan antiguo como jugar a la Game Boy y que, además, no había buzones en el barrio. Le sonreí mientras hablaba. Cuando terminó, cogí el sobre y bajamos juntos a echarlo. No me dejó otra salida. Tuve que amenazarle con contarle a mamá que le había visto sin mascarilla en el portal. Sin mascarilla y besando a Marina. Era mentira, pero él no lo sabía.
Mamá me llamó desde la cocina y me sentó sobre sus rodillas. Tenía los ojos rojos, aunque no estaba pelando cebollas. Iba cortando gajos de patatas y los echaba en una fuente llena de agua. Primero me abrazó, después me dijo que este año no iríamos al pueblo porque a papá se le había complicado un poco el viaje y aún no sabía cuándo podría volver. Pensé en la abuela Carmen y en el abuelo Julián. Pensé que quería estar con ellos y que sería muy fácil hacerme la tonta, como si no supiera nada. Pero claro que me había enterado. No paraban de llamar a mamá. Y luego estaban las noticias: lo de los camioneros atrapados en Inglaterra. Siempre las mismas imágenes en la tele, con montones de camiones parados en la carretera. De nuevo el virus fastidiándolo todo. Esta vez sí que me importó. Uno de esos camioneros era papá.
La mesa estaba preciosa, con el mantel de flores bordadas y las velas azules en los candelabros de cristal. Aunque solo éramos tres, mamá la había puesto tan bonita como en el pueblo. La única diferencia es que la tele seguía encendida para ver las noticias de fondo. El plato de gambas en el centro. Cogí una y quedó medio vacío. Comencé a jugar con ella, balanceándola por sus bigotes, como si fuera el reloj que el abuelo tiene en el salón. Mamá no me regañó. Estaba más pendiente de la tele que de mí. En la pantalla, aparecieron las filas de camiones. Pensé que les faltaría el aire, tan pegados unos a otros. Y leí “Dover”. Ya me sabía el nombre de ese lugar. Del otro lado estaba Francia. Papá tenía que cruzar el canal de la Mancha para llegar a casa. Era como un videojuego, pero sin vidas ni niveles. Solo podía esperar hasta que le dejaran salir de Inglaterra. De pronto lo vi. Era él. Subí el volumen de la tele. Le estaban entrevistando. Dijo que echaba de menos a su mujer y a sus hijos. Dijo mi nombre y que era la primera Nochebuena que no estaría para ver mis regalos de Papá Noel. A mamá le brillaban los ojos, pero no lloró. Papá tampoco. El periodista, al despedirse, felicitó a los camioneros por su labor encomiable. “Labor encomiable”, repetí. ¿Eso era todo? Y me puse a llorar.
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