El estigma

Dejé de vivir el día en que nació mi hija. Pensé que de la náusea solo podría brotar un ser repulsivo, pero los desechos de mi vida sirvieron como abono para Nevenka. Ella me ha superado en todo. Y la misma tersura que irradia su cuerpo empacha mi mente de rencor. Porque su presencia golpea sin reposo las puertas de mi memoria. Hoy, que se casa con el hombre al que ama, he intentado limpiar mi corazón. Pero se ha resquebrajado entre mis manos al contemplar el vestido colgado de la lámpara del techo. Su cola de espuma marina, que cubre las baldosas del salón, me ha devuelto el aroma a salitre macerado en la piel de Ivan. Yo, y no ella, debería ser la novia que camina  hacia el altar. Después de nuestra boda habríamos tenido tantos hijos como planeábamos. Pero el fusil de aquel soldado serbio apagó su mirada diáfana antes de ver cómo me violaba. De nuevo surge una chispa de ira en mis ojos. Esta vez, antes de que estalle, logro apaciguarla con una sonrisa en cuanto me asomo a la ventana.  He descubierto que el cielo está enfoscado. A punto de llover.

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