Alguien con quien hablar


Mi nueva vecina, la vieja del segundo, pasó junto a nosotras. Lucía me hizo una señal y nos echamos a reír. Se la veía ridícula con el bañador de lunares y su gorro de natación. Más que el atuendo, yo creo que lo chocante era la edad. Ella nos regaló su indiferencia y siguió caminando hacia el borde de la piscina. Se tiró al agua y comenzó a nadar a crol con un estilo impecable. Iba de una punta a otra sin parar. Juraría que yo nunca me he hecho tantos largos seguidos.

Pasados unos días, mi madre me mandó que bajara a su casa. Se le había caído una camisa en su tendedero. Le dije que no. Todavía recordaba el asunto de la piscina. Pero me amenazó con contarle a mi padre lo del piercing. Según ella, resultaba horrendo en una señorita como yo. Me tenía tan harta que preferí obedecerla.

El caso es que Tina, así es como se llama, me hizo pasar mientras ella iba a recoger la ropa. Me encontré en un salón de paredes blancas decoradas con cuadros de trazos inseguros. “¿Son de tus nietos?”, le pregunté en cuanto apareció. “No, los pintó mi hija”.  Abrió un cajón del mueble y sacó una fotografía. “Ésta es Marta”. Vi a una joven sonriente, con el pelo lacio y unos ojitos achinados detrás de sus gafas. “Sí, tenía el síndrome de Down —la miré reclamando más información—.  Nos dio tantas alegrías. Fue nuestra mejor decisión. Adoptar a Marta”. Y así empezó nuestra amistad.

Lucía siguió viniendo a la piscina de la urbanización el resto del verano y, de vez en cuando, Tina se reunía con nosotras. Hablábamos de todo: de cine, de música, libros, chicos. Aposté con Lucía a que nuestra amiga tenía que haber sido maestra. Perdí. Nos contó que había estado trabajando durante muchos años en una fábrica de pantalones. Y que gracias a la costura pudo emanciparse y venir a Madrid. Yo pensaba en mi madre. No me la imaginaba dejando la casa familiar para vivir sola. Y Tina, una octogenaria, lo había hecho en sus tiempos. Claro, que no tardó en enamorarse de Joaquín, un chico guapísimo que daba clases de filosofía. Él fue quien le enseñó a saborear el presente. También me aposté con Lucía a que Joaquín ya estaba muerto. Volví a perder. Vivía en una residencia cercana, especializada en enfermos de Alzheimer. Por eso se había mudado Tina. Para estar junto a él.


Ahora, con el confinamiento, hace casi dos meses que no veo a Lucía. A Tina sí. A Tina la veo a diario porque le llevo el pan. Hoy me dejó impresionada cuando abrió la puerta. Estaba preciosa. Llevaba una blusa de seda color burdeos. Y sobre ella destacaba un collar de perlas blancas. Se había pintado los labios y hasta tenía la cara empolvada. Me extrañó que se arreglara como si fuera a algún sitio especial. “Tengo una cita —me dijo—. He quedado con Joaquín. Nos vamos a ver por videollamada.” No entendía para qué tantas molestias si él ni siquiera la recuerda. Debió de notarlo en mis ojos. A Tina no se le escapa una. “Lo hago por amor. De eso sabemos las dos un rato, ¿verdad?—dejó reposar las palabras—. ¿Qué harías tú por Lucía?". Me quedé muda. Mañana le llevaré el pan cuanto antes. Estoy deseando hablar con ella.

Comentarios

  1. Una historia tierna y encantadora. Muchas veces, las lecciones nos vienen de quién menos esperamos. Me alegro de haberla leído.
    Yo también participo en el concurso de Zenda con una de mis historias:
    https://elpedrete2.blogspot.com/2020/05/zenda-el-ritual.html
    Suerte.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Encerrados

Y vuelta a empezar

Me negarás tres veces