Cantes de ida y vuelta
Se preguntó si todo habría terminado
ahí fuera. No conseguía oír nada y su mala vista le impedía distinguir la
posición de las agujas en la esfera de su reloj. ¿Cuánto tiempo llevaba
esperando? Ahora se arrepentía de haber aceptado el homenaje. Sabía que lo
había hecho por coquetería, por vestirse guapa, por pintarse, y por sentir de
nuevo los aplausos del público. Pero no pensaba que la iban a dejar sola en el
camerino hasta que le tocase salir al escenario. Es curioso; cuando era niña
buscaba rincones vacíos; ahora, le daba terror la soledad.
Empezó a identificar el rasgueo de una
guitarra y recordó a su tío Pepe tocando en el patio. Todos en un corro
haciendo palmas. Y ella reventándose por dentro, sin poder quedarse quieta. “Esta
niña tiene duende”, le decían a sus padres, pero ellos preferían hacer oídos
sordos. Después, por la noche, metida en la cama, buscaba ese compás que había sonado
en la guitarra de su tío. Y no se dormía hasta que daba con él.
La música llegó con más nitidez hasta
el camerino y, tras ella, la voz del cantaor. Era una guajira. Siempre le
habían gustado las guajiras. Era como si paseara por el Malecón de la Habana; como
si las olas del mar salpicaran el borde de su vestido; como si hiciera el amor
por primera vez con Ricardo; como si él todavía estuviese a su lado.
“Esta niña tiene duende”, lo decían
tantas veces… Y, a pesar de sus padres, fue lo que tenía que ser: artista. Y siempre
con Ricardo a su lado, uno más entre sus palmeros cuando, en realidad, era el
único. Primero, las giras por Europa; después, por el mundo entero. Y los críticos
enamorados de su fuerza; del carisma de La
Pargona. Pero ella prefería ser La Mari; así es como la llamaba Ricardo.
El cantaor lanza ahora un quejío y lo va arrastrando lentamente,
tan dulce como la caña de azúcar. Ella se pone de pie, con su vestido blanco de
encajes y puntillas, abre el pericón y lo agita en el aire como si fuera el
aleteo de una cigüeña. Se abanica con él y da un paso hacia delante arrastrando,
juguetona, la suela de sus zapatos; luego otro y otro, con el compás de 12
tiempos metido en el alma. Cuando llega la
escobilla, sus pies se mueven con la misma fuerza y velocidad que en su
juventud. Las palmas la van acompañando y, aunque no le puede ver, reconoce de
inmediato las de Ricardo. Sabe que el público está entregado y eso le da aún
más energía.
De pronto, se abre la puerta del
camerino. Corren hacia la silla de ruedas. Levantan su cara, intentan
reanimarla, pero ya no respira. Y ella sigue bailando, dispuesta a darlo todo
en el remate final, mientras las palmas de Ricardo la orientan en el camino.
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